jueves, 11 de octubre de 2012

París: la cara y la cruz

Nunca se imaginó que al entrar en aquel edificio, se quedaría sin aliento. Acababa de salir de la boca del metro: caras tristes, olores rancios y prisas que empujaban la habían rodeado durante media hora. Carteles mal colocados le habían procurado quince minutos extra de viaje subterráneo. En general, no se podía decir que la gente fuese precisamente amable: cada uno parecía tan ocupado en su propios problemas y urgencias, que había preferido buscar el camino por su cuenta. Cuando por fin empezó a subir escalones, una claridad que se hizo azul le indicó que por fin salía a flote. Lo primero, gente, mucha gente, morena, rubia, alta, baja, en tacones caros y en gastadas zapatillas. Personas andando por doquier. Tanta distracción le producía un efecto contradictorio, por un lado, excitación (sí, no había duda, estaba en el centro de París) y por otro estrés. Aspiró la brisa del Sena y enfiló hacia su objetivo. Y más gente la estaba esperando. Bueno, no exactamente a ella. Decenas de personas esperaban (¿pacientemente?) una cola que avanzaba muy lentamente. Porque, claro, estaba en París y ella no era la única que había escuchado hablar de sus espectaculares monumentos. Chinos, americanos, italianos, franceses...se amontonaban con pesadas guías y estridentes gorras que les protegían del sol. Minutos eternos de espera la hacían dudar de porqué París es conocido en el mundo entero, porqué tanta expectación. Cómo era posible que millones de personas se volvieran tan locas como para esperar horas por voluntad propia para después pagar una cantidad exagerada para entrar a cada lugar o tomar un simple café. No, no le encontraba sentido.

Sin embargo, ahora, dentro de uno de los cientos de edificios históricos de la ciudad, las milenarias piedras le recordaban la magnificencia de la culturas de París. El tamaño de todo, de los pilares, de las puertas, de las lámparas o de los detalles decorativos, era el doble que en las ciudades a la que ella estaba acostumbrada. Algo la hizo suspirar con gusto: todas las malas caras, la suciedad, la espera y el estrés habían merecido la pena. Se había olvidado la cámara de fotos en casa y en ese preciso instante sintió una urgente necesidad de fotografiar lo que la rodeaba. Está bien, era una turista más disfrutando de algo único. No era inmune a los tópicos parisinos: sus puentes, sus anchas avenidas, las vidrieras de sus edificios, sus cafés de toldos rojos y sillas estrechas conformaban un conjunto único, ruidoso, caro, sucio a veces, pero romántico.

París es una ciudad incómoda, sus precios, su transporte público y su masificación puede hacerte desear salir de la ciudad enseguida. Pero sus encantos sobrepasan todas las dificultades. Es la cara y la cruz de París, una ciudad que no es tan perfecta. A ella nunca le habían gustado las cosas o personas que se proclaman perfectas. París la conquistó.

Decidió que nunca podría vivir allí con una visión a largo plazo, pero deseó con todas sus fuerzas poder tener la oportunidad de volver.



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